Chang Sung Kim, de Corea del Sur: La mirada rasgada de un porteño

Pag Chang en su casa

(Publicado en Periódico Migraciones, #69, mayo 2014)

Foto: Victoria Hermelo

“Yo soy muy matero”, anunció Chang Sung Kim luego de recibirnos, invitarnos una merienda y antes de meterse en la cocina a prepararla: un mate que ceba perfectamente, con el agua deslizándose contra la bombilla, acompañado por unas cazuelitas de frutas secas y pasas de uva. Está claro que no es pose lo del coreano, que asegura sentirse “más argentino que el dulce de leche. Tengo incorporadas las costumbres, los modismos y los códigos del porteño”. En su casa de Saavedra hay rastros de vida familiar (está casado y tiene dos hijas): bicicletas con rueditas, juguetes, fotos, discos de Charly García, Roberto Goyeneche, “Cantando con Adriana”, “Topate con Topa”…Cuando tenía siete años (hoy tiene 54), sus padres decidieron irse de Corea del Sur ante el temor y la posibilidad latente de una guerra, por lo que se subieron a un buque carguero. “Mi papá tiene una vida bastante trágica, como la han tenido muchos de su generación. Desde que nació, vivió en guerra: la guerra civil previa a la Guerra de Corea (se enfrentaron los del Sur, apoyados por Estados Unidos, con los del Norte, con refuerzos soviéticos), antes la colonización japonesa que duró hasta 1945. Tuvo que pelear, perdió a su familia. Cuando formó la propia, tras casarse con mi vieja y tener cuatro hijos, ni lo dudó: decidió que viajemos lo más lejos posible… y Buenos Aires queda justo del otro lado del mundo”, reseña. Dos meses y medio después de tomar esa decisión, llegaron a estas costas. Chang tiene muy vívido ese viaje: “Me divertí mucho en altamar, jugando con mis hermanos o con los hijos de otras familias. Angustia tenían mis viejos, que estaban llenos de incertidumbre, que no tenían idea de nada de lo que nos esperaba. Viajamos sin nada de data sobre la Argentina”. Lo primero que le impactó del país, o mejor dicho, de su experiencia de viaje, fue una empleada de Migraciones, rubia y de ojos celestes, que le tomó el trámite a su familia, recién llegada: “Es que la gente que conocía era toda igual, de pelo negro, ojos oscuros y rasgados… jamás había visto una cabellera rubia, una piel tan blanca, unos ojos que de celestes, eran transparentes, no le ves el fondo como se le puede ver a unos oscuros. Esa sensación, de estar hipnotizado, la siento hasta hoy”.

Instalados en el Bajo Flores, donde ya habían encontrado refugio unos tíos (formando parte así de la primera generación de coreanos inmigrantes en la Argentina), la familia adoptó el trabajo y sacrificio como bandera, mientras Chang se divertía y hacía sociales en el barrio y en el colegio. “Disfruté mucho de mi infancia, fui muy feliz relacionándome con los vecinos, a los que siempre veía festejar. En el colegio la pasé muy bien, también. Era la atracción, el único oriental que había ahí, todos querían hablarme. Nunca me sentí discriminado”, recuerda. El roce barrial y escolar, además de contar con la ventaja de ser un niño, hicieron que aprendiera rápido el idioma y ayudara a sus padres con el trabajo: “Mi mamá iba a vender ropa que fabricaba y yo le hacía de intérprete, ayudaba a negociar”.

Durante años, Chang adoptó el oficio familiar y tuvo su propio taller textil en sociedad con una de sus hermanas. Hasta que un día… “Estaba cansado de la rutina, de levantarme siempre a la misma hora, tratar con los mismos clientes… Sabía perfectamente cómo iban a ser mis días antes de levantarme, siempre hacía lo mismo. En ese momento me había picado el bichito de la actuación, curtía under con amigos. Entonces, estaba desde la mañana hasta la tarde en el taller, cerraba, de ahí me iba a ensayar hasta la noche, tarde. Y recién ahí me iba a dormir. Me pesaba la línea que bajaba mi viejo, de sacrificio, de laburo, de romperse el alma… pero no estaba siendo justo conmigo mismo. Así que decidí largarme con esto, a los 35 años. Por suerte hace diez que puedo vivir de esto”, cuenta este actor que, además de una gran carrera en el teatro off, se lució en series televisivas como “Los Simuladores”, “Floricienta”, “Graduados” (con el papel de Walter, asistente gay del personaje de Juan Leyrado, se hizo popular) y “Los vecinos de guerra”, entre otras. Desde ese lugar, reflexiona: “En muchos programas hice del dueño del supermercado que no habla bien (se ríe) y no es que menosprecie a un personaje así, sino que quiero que hable bien, que se relacione desde un lugar no tan distante. Lo que la tele refleja es algo que pasó siempre, pero en ghettos. Por eso está bueno mostrar en un medio masivo a un inmigrante que se integra a una sociedad, a un homosexual que tiene amor por su jefe, a un tipo que se va a vivir con un travesti. Más allá de todo el marco legal que existe en Argentina para favorecer o proteger a las minorías, es bueno que la sociedad sea más tolerante. Y esta es una herramienta muy importante para lograrlo”.